Comprender nuestro miedo a crecer
La mayoría de los psicólogos humanistas existenciales creen hoy día que un aspecto universal de la naturaleza humana es el impulso a crecer, de potenciarse y realizarse, y de ser todo lo que uno es capaz de llegar a ser. Si consideramos exacto este punto de vista, es entonces obviamente necesario explicar por qué la mayoría de las personas no se desarrollan hasta su máximo potencial humano, por qué no se realizan.
El modelo que he encontrado más útil para intentar resolver este problema es el viejo concepto freudiano relativo a la psicodinámica, es decir, la dialéctica entre la existencia de un impulso y la resistencia contra su expresión real. Así pues, una vez que hemos aceptado el postulado de que existe un impulso humano básico de desarrollarse hacia la salud, la plena humanidad, la autorrealización o la perfección, nos enfrentamos con la necesidad de analizar todos los bloqueos, defensas, evasiones e inhibiciones que se interponen en medio del camino de la tendencia a crecer.
Por ejemplo, es útil aplicar los términos freudianos de fijación y regresión. Podemos sin duda utilizar los hallazgos psicoanalíticos del pasado medio siglo para que nos ayuden a entender el miedo a crecer, el hecho de dejar de crecer o incluso la renuncia a favor de la regresión. Sin embargo, pienso que los conceptos freudianos son insuficientes en este campo. Por ello, deben formularse varios conceptos nuevos.
A medida que nos afirmamos en nuestro conocimiento psicoanalítico y transcendemos a Freud, inevitablemente llegamos al descubrimiento de lo que he llamado «el inconsciente sano». Para formularlo simplemente, no solo reprimimos nuestros impulsos peligrosos, desagradables o amenazadores, sino que a menudo reprimimos nuestros mejores y más nobles impulsos.
Por ejemplo, en nuestra sociedad existe un tabú generalizado sobre la ternura. La gente se avergüenza a menudo de ser altruista, compasiva, amable y amorosa y, sin duda, de ser noble o asemejarse a los santos. Y lo que es más obvio, esta huída de lo mejor de nuestra naturaleza se manifiesta entre los adolescentes que pudieran concebiblemente llamase femeninos, afeminados, débiles o blandos, para parecer completamente rudos, sin miedo y fríos.
Pero este fenómeno no se limita solo a los adolescente varones. Desafortunadamente es omnipresente en nuestra sociedad. Con frecuencia, la persona más inteligente es ambivalente sobre su inteligencia. A veces, puede incluso denegarla totalmente en un esfuerzo para parecer una persona común o perteneciente a la media, en un esfuerzo, por decirlo de algún modo, por huir de su destino de Jonás, el personaje bíblico. Frecuentemente se tarda media vida para que un individuo con talento creativo se ponga de acuerdo con su propio talento, lo acepte plenamente y se «suelte», es decir, que deje de ser ambivalente sobre su propio talento.
Yo he descubierto algo de este tipo en las personas fuertes: aquellos que son dirigentes naturales, jefes o generales. Ellos también se enredan en cómo manejarse y considerarse a sí mismos. Las defensas contra la paranoia –o quizás, dicho con más precisión, contra el orgullo o la soberbia pecaminosa– se hallan presentes en nuestros conflictos internos. Por una parte, la persona tienen una tendencia normal a la autoexpresión abierta y alegre, a la realización de sus mejores tendencias. Sin embargo, se encuentra frecuentemente en situaciones en las que debe camuflar estas mismas capacidades.
En nuestra sociedad, la persona superior aprende en general a ponerse un manto de camaleón de falsa modestia. O, como mínimo, ha aprendido a no decir abiertamente lo que piensa de sí mismo y de sus elevadas capacidades. En nuestra sociedad simplemente no se permite que una persona inteligente diga: «Soy una persona extremadamente inteligente». En nuestra sociedad, dicha actitud ofende. Se llama a esto vanagloriarse y, en general, suscita contrarreacciones, hostilidad e incluso ataques directos.
Así pues, una afirmación de la propia superioridad –aunque esté incluso justificada, sea realista y esté demostrada– se vive a menudo por parte de los demás como una afirmación del dominio del que habla y la demanda concomitante de subordinación por parte del que escucha. No es pues sorprendente que quien escucha rechace dicha afirmación y se vuelva agresivo. Este fenómeno parece común en muchas culturas del planeta. En consecuencia, el individuo superior se quita méritos a sí mismo para evitar el contraataque de los demás.
Sin embargo, el problema también se nos presenta a todos. Todos nosotros debemos sentirnos suficientemente fuertes o tener suficiente amor por nosotros mismos para ser creativos, para lograr nuestras metas, para realizar nuestros potenciales. En consecuencia, el atleta, el bailarín, el músico o el científico superior se deja arrastrar a un conflicto entre su tendencia intrapsíquica normal a desarrollarse en toda su plenitud y la toma de conciencia socialmente adquirida de que los demás estén dispuestos a considerar su verdadera estatura como una amenaza a su propia autoestima.
Podría decirse que la persona a la que llamamos neurótica se impresiona tanto con la posibilidad del castigo –está tan asustado de la hostilidad que pueda suscitar– que, en efecto, abandona su pleno potencial. Para evitar el castigo, se hace humilde, zalamero, congraciador o incluso masoquista. En resumen, debido al miedo al castigo por ser superior, se hace inferior y echa por la borda parte de sus capacidades de humanidad. En aras de la seguridad y de la sensación de seguridad, se mutila y se atrofia a sí mismo.
Sin embargo, es imposible negar completamente nuestra naturaleza más profunda. Si no se muestra en una forma directa, espontánea, desinhibida y suelta, debe inevitablemente expresarse de una forma oculta, encubierta, ambigua e incluso furtiva. Y cuanto menos, las propias capacidades perdidas se expresarían en sueños perturbadores, en la asociaciones libres inquietantes, extraños deslices verbales o emociones inexplicables. Para esa persona, la vida se convierte en una continua lucha, en un conflicto de esos con los que nos han familiarizado el psicoanálisis.
Si la persona neurótica ha renunciado con determinación a desarrollar sus potenciales y su autorregulación, típicamente parece «buena», humilde, modesta, obediente, reservada, tímida e incluso retraída. En su forma más espectacular, esta renuncia y sus dañinas consecuencias pueden verse en la personalidad disociada –la «personalidad múltiple»– en la que las posibilidades negadas, reprimidas y suprimidas irrumpen en una forma disociada de personalidad.
En todos los casos que conozco, la personalidad antes de su escisión era de una persona totalmente convencional, obediente, pasiva y modesta, que no pedía nada para sí misma, es decir, que no podía disfrutar y ser egoísta de un modo biológico. En esos casos, la nueva personalidad que emerge espectacularmente es generalmente más egoísta, divertida, inmadura, impulsiva y menos capaz de aplazar las gratificaciones.
Lo que hacen, en consecuencia, las personas superiores es llegar a un compromiso con la sociedad en general. Se dirigen hacia sus objetivos y avanzan hacia su autorregulación. Intentan expresar sus talentos y capacidades especiales y disfrutar de ellos. Pero también enmascaran esas tendencias con una gruesa capa de barniz de aparente modestia y humildad o, al menos, de silencio.
Este modelo nos ayudará a entender a la persona neurótica de otro modo, principalmente como alguien que se despliega simultáneamente en búsqueda de su derecho de nacimiento a la plena humanidad, queriendo desarrollarse hacia la autorregulación y a la plenitud de ser, pero que, limitada por el miedo, disfrazará u ocultará sus impulsos normales y los contaminará con una mezcla de culpabilidad con la que alivia su miedo y apacigua a los demás.
Para decirlo incluso de un modo más simple, la neurosis puede verse como algo que contiene el mismo impulso de desarrollo y expresión que todos los animales y plantan poseen, pero con una mezcla de miedo. Por ello, el desarrollo tendrá lugar de una forma desviada, tortuosa o sin alegría. Podría decirse en este caso que se «evade el propio crecimiento», como señaló muy apropiadamente el psicólogo Angyal (1965). Si admitimos que el núcleo del Yo es al menos parcialmente biológico en el sentido de las conductas preferidas impulsadas por la biología, la constitución, la fisiología y el temperamento, entonces también puede decirse que uno está evadiendo el propio destino o suerte. O podría incluso afirmar que esta persona está evitando su vocación, su misión y su llamada.
Es decir, está eludiendo la tarea en la que encaja su peculiar constitución idiosincrásica, la tarea para la que ha nacido, por decirlo de algún modo. Está evadiendo su destino.
Por ello el historiador Frank Manuel ha llamado a este fenómeno el complejo de Jonás. Recordemos que en el relato bíblico de Jonás, éste fue llamado por Dios para ejercer el don de la profecía, pero tuvo miedo de su tarea. Intentó huir de ella. Pero huyera donde huyera, no podía esconderse en ningún lugar. Al final entendió que tenía que aceptar su destino. Tenía que hacer lo que estaba llamado a hacer.
En este sentido, cada uno de nosotros somos llamados a una tarea particular en la que encaja nuestra naturaleza. Huir de ella, temerla, adoptar una actitud a medias o ambivalente son, todas ellas, reacciones «neuróticas» en el sentido clásico de la palabra. Pueden considerarse enfermedades, en el sentido de que alimentan la ansiedad y las inhibiciones, produciendo síntomas clásicos neuróticos e incluso psicosomáticos de todo tipo, generando defensas costosas y paralizantes.
Sin embargo, desde otra perspectiva, es posible ver estos mecanismos como ejemplos de nuestro impulso hacia la salud, la autorregulación y la plena humanidad. La diferencia entre la persona disminuida que anhela con melancolía la plena humanidad, pero que nunca se atreve a realizarla, frente a la persona liberada que se desarrolla encaminándose hacia su destino es simplemente la diferencia entre el miedo y el valor.
Puede decirse que la neurosis es el proceso de autorrealizarse bajo el imperio del miedo y la ansiedad. Por tanto, puede considerarse que se trata del mismo proceso universal y sano, pero obstaculizado, bloqueado y encadenado. Estas personas neuróticas pueden sin duda considerarse como personas que se mueven hacia la autorregulación, a pesar de que cojean en lugar de correr y zigzaguean en lugar de avanzar directamente.
Abraham Maslow. Visiones del Futuro publicado por Kairós (primera edición en castellano: marzo 2001; páginas 83-88).