Con el avance de esta cultura tecnológica, donde cualquiera accede a la información que desea con el simple gesto de un dedo, al mismo tiempo se instala en la endopsique (que aflora de un modo ordinario al comportamiento de los individuos) una nueva forma de relacionarnos. El exceso de datos, asilados y sin contraste, puede hacernos creer que estamos bien informados y, por tanto, es posible que nos sintamos tentados a opinar de cualquier cuestión y en cualquier circunstancia; todo esto con absoluta tranquilidad y sin ser conscientes de nuestra ignorancia.
Estar bien informado ha sido una necesidad natural, que siempre hemos satisfecho con deleite por el mero hecho de vivir en un entorno natural y social concreto, de cara a establecernos dentro de los límites que nos posibilitan la supervivencia. Esta necesidad –que observada desde nuestra cultura occidental nos puede parecer bien satisfecha– lleva implícita el reconocimiento de la belleza en todo lo vivo, y desde ahí al reconocimiento natural –y siempre ha sido así– de que la belleza tiene un trasfondo sobrenatural. En las culturas pasadas, siempre ha existido la necesidad de estar bien informado de Ishtar, Gaia, Ceridwen, Sthevara o cualquier nombre con el que se ha identificado a Sophia por todo el planeta.
Esa necesidad natural, indudablemente, genera en nosotros una percepción concreta de nuestro entorno, ahondando en nuestro sentir y transformándonos en algo distinto. Y lo distinto es un duende que no entiende de circunstancias personales, diría don Juan a Carlos Castaneda en una de sus ilustrativas aventuras, o Lorca en cualquiera de sus escritos –si no lo ha hecho ya–. ¿Cómo es posible que lo distinto tenga patrón? ¿Es posible que lo contrapuesto sea su juego? ¿Conviene prestar atención a qué tipo de información recibimos y analizar cómo lo distinto nos afecta de un modo u otro? Está claro que la diferencia entre la información que viene del dedo –instantánea, sin contenido, sin reposo, sin contraste, dirigida, capciosa, sin objetivo– y la que viene de la observación apasionada y extática de la naturaleza, del acercamiento paulatino a lo vivo, marcan profundamente dos percepciones diferentes de la realidad –si no contrapuestas–.
Con la venida de la información rápida, se está creando un sentimiento de que cualquier argumento es válido y que cualquiera puede refutar cualquier cuestión sin realmente hacer un esfuerzo sincero de verificación y validación de lo que dice. En este caso, la endopsique nos dice que podemos seguir siendo tan ignorantes como siempre, que no es necesario investigar el pensamiento de aquellos autores que han dedicado su vida a fundamentar lo que vieron con su claridad y estilo personal.
En esta sociedad del todo vale predomina lo subjetivo, aborrece el verdadero conocimiento (sabiduría-gnosis) que nos ayuda a definir aquellos valores éticos valiosos para la supervivencia de la especie. Se está destruyendo, cada día a más velocidad, el verdadero sentir de que existe valor en la tradición, en las buenas costumbres, que han posibilitado que hoy podamos estar aquí disfrutando de aquello que sí es real. ¡Aquí hay una herida de muerte! ¿Para qué analizar lo dicho o escrito si todo vale, si todo es subjetivo?
La Nueva Era, que realmente es una transferencia de la vieja y obsoleta tradición judeocristiana dominante en todos los estratos del pensamiento occidental, se ha caracterizado por hacernos creer que no existe la diferencia, que todos somos iguales y que, por tanto, todos tenemos las mismas capacidades, cualidades y demás. Nos impone a todos su indumentaria gris oscuro y no deja espacio para otras formas de hacernos ver, ni de considerar, un tono o color distinto. Es la dominación de la igualdad, la intolerancia a la diversidad y a la riqueza personal, el acoso y derribo a las capacidades y talentos personales que tan necesarios son para la búsqueda de una salida a este aprieto en el que nos encontramos.
Ese comportamiento de homogeneidad forzada nos puede arrollar y hacernos creer que lo diferente no es bueno, que la divergencia es peligrosa, que es necesariamente obligatorio llegar a un acuerdo común en todo. Nada es más necesario que la libertad personal, ésa que nos desarrolla y nos define de un modo particular, a nuestro modo. La consecución de la libertad personal va emparejada con la consecución de la libertad de los demás: aquí no hay medida, no hay tiempo, no existe un acuerdo que nos ayude. Estamos solos ante lo desconocido y se necesita una fuerza particular que mágicamente nos acompañe a la libertad. Éste podría ser un matiz del Tantra: el tejido que constantemente se construye delante de nuestros ojos, que define nuestra existencia y que nos muestra incesantemente cómo acceder a nuestra libertad. No podemos organizarlo ni pensarlo, ni consensuarlo ni medirlo; simplemente podemos observarlo e intentar navegar inmersos en él.
Cuando lo subjetivo predomina todo vale y al mismo tiempo eso alienta a la destrucción de lo objetivo, de aquello que sí podemos rescatar y aplicar directamente a nuestras vidas. Se hace necesario un compromiso real con la búsqueda de lo valioso, lo practicable, un compromiso con lo tangible, con lo que nos sostiene, con la vida misma, con nuestro preciso planeta, con nuestra Magna Mater.
JM
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